Descubrí algo en el viaje. Cuatro días, ver el mar y sentir
las olas que chocaban contra todo mi cuerpo. Sentir la arena permanente bajo
mis pies. Descubrí maravillas en cuatro días.
Relataba mi mente, sin que yo me enterara exactamente. La
otra, que me miraba de cerca, me relataba y yo a penas respiraba observando el
horizonte. Teniendo en cuenta cada bello detalle, cada partícula de agua, de
mar, de gotas. De todo.
En fin. Relataba mi mente mil sentimientos que me tomaban en
el instante en que respiraba el aire de playa, de absoluta (y casi insultante) relajación.
El primer día allí, con mi compañera, festejábamos. El mar
mismo, como se lo conoce, nunca estuvo tan hermoso. Nos abrazaba, nos tiraba,
nos acariciaba y nos quitaba de encima todo peso extra que agobiara. Las horas corrían,
y nosotras sentíamos que el tiempo se detenía en cada ola que nos miraba de
frente y rompía a nuestra cintura.
La lejana me miraba y sonreía, lo hacia con ganas. Mi amiga también.
Y yo que más decirle al Universo que: namaste. En el exacto instante en que
salimos, y la arena seca nos inundo hice fama de mi felicidad diciendo lo
maravilloso y agitado que éste estaba, el que nos invito a bailar. Le dije a mi
compañera lo que sentía, era la perfecta despedida de todo lo que habíamos transcurrido.
Pero ella fue más rápida, más lista. Lo sintió diferente, y a mi me gusto.
Ella me miro y me confeso: lo siento más como la bienvenida a
todo lo nuevo, a todo el cambio que ahora vamos a emprender. El nuevo camino.
Aplausos. El mar nos acercaba a lo nuevo.
Y aquel cambio lo estuve esperando tanto, como mi amiga, y la
lejana que me observaba de cerca.
By: Micaela